sábado, 9 de abril de 2011

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Sólo hay un aspecto de mi que puedo aplicar en cualquier situación. Quiero ser omnipresente y me evaporo, me difumino entre tantos perfiles. Hay trocitos de mi en muchos lugares, en muchas personas. Pero siempre me ha faltado algo. Soy de tantos sitios que ya no soy de ninguna parte. Quiero permanecer.

No te gustaba prometer. Nunca me prometiste nada. Ni de un día para otro. Piensas que todo debe de ser impredecible, espontáneo, distinto. Cada día debe de crearse una nueva razón de ser, un nuevo impulso y con ello una nueva dirección.

Un vez me dijiste que no sabías que sentiría tu yo de mañana, pero que hoy sólo querías estar donde estaba yo. Ahí entendí tu forma de ver el mundo: cada día que despertamos somos distintos, algo cambia en nosotros. No podemos ser nuestro yo de ayer.

Así que allí estábamos, en tu coche gris, escuchando Hotel California una y otra vez. Tú mirando al frente y yo al vacío. Con las mentes en blanco llenas de polvo y pintalabios rojo.

Justificabas tu carácter voluble en filosofía de segunda mano. Y yo pensaba: no mientas, no seas como yo. Había algo enterrado en nosotros. Queríamos algo que fuera nuestro. Permanecer en algún lugar. Condensarnos.

Me desabroché el cinturón. Tu humo se escurría por las ventanillas abiertas. Mirándome en silencio me hiciste una única promesa: esto es sólo nuestro. Pintalabios rojo otra vez.

Arrancaste el coche y seguimos por la carretera. No hacía falta decir nada. Disfrutaba cada segundo con el sonido del viento en mis oídos. Viento que nos despeinó y limpió nuestras mentes de polvo. Por primera vez sentí que estaba en mi lugar. Que tenía un pequeño hueco donde no era una intrusa. Te tenía a ti. Pero sólo hoy. Mañana no sabía que iba a pasar.

Polígonos industriales, casas abandonadas, campos de naranjos y el mar. Ese era el lugar. Hacía calor para ser otoño. La preocupación nos daba la espalda. Y sentados en las rocas tú mirabas al frente y yo al vacío. Efímero, breve, fugaz.

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